SER CONDOR (1988):

Quisiera que mi vida fuese como la de un cóndor, que cuando llega a viejo se despluma y, de a poco, se vuelve pichón. La condorada lo cuida y alimenta; hasta lo empollan. Los otros cóndores son los hijos de él: machos y hembras, jóvenes y adultos.
Pasa el tiempo y crece de nuevo. Se hace grande y otra vez vuela. Vuelve al vertiginoso impulso del remonte y, nuevamente, patrón de la bandada, callejea por la inmensidad azul.
Por eso, ahora que ya soy viejo, cóndor quisiera ser.

 

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EL GRITADOR DE LA NOCHE (1988)

Los campeadores llegaron al puesto cuando la oración caía sobre los cerros. Arriba, muy arriba, las cumbres recortaban en el oscurecido cielo su encabritado perfil.
Desensillaron, dieron agua y acomodaron los caballos más allá del corral viejo, entre el pastizal y el trebolar del ciénego.
De lo que fuera en otros tiempos amplio y seguro corral, sólo quedaban restos del pircado, algunas hebras sueltas de alambres y postes caídos. También la puerta de ahujones o tranquera. Los ahujones a palos verticales, enterrados y perforados a fuego los acarreó desde el monte, con dos yuntas de bueyes, el finado Pablo Flores. Las trancas son de álamo que le regalara su compadre Cleofé (lo recuerdo como si fuera hoy).
Poco a poco, tropas de nubes arribaron desde el sur. No tardaron en retumbar algunos truenos.
- Va a llover, muchachos - aseguró el canoso Blás Cejas al tiempo de echar una pitada en su cigarro de chala y proseguir con tonada lugareña "esta mañana al ensillar, noté opaco el enchapado del apero. Señal de descompostura de tiempo".
Alumbrándose con mecheros juntaron brazadas de leña que apilaron en la cocina (yo los miraba, calladito nomás). La tal cocina no pasa de medio galpón de techo de aliso, caña y paja; abierto a los cuatro vientos.
La pieza donde dormirían es algo más segura. Van para los cincuenta años que la levantaron con adobes y hasta tiene una puerta labrada a azuela y sostenida con tientos, en vez de bisagras. En el suelo, con las monturas, prepararon las camas.
terminaban de comer el asado cuando cayeron, atropellándose, las gotas punteras. Momentos después la tormenta chorreaba agua entre relámpagos y truenos que exageraban las quebradas.
En eso los alcanzó el primer grito. Ellos se entremecieron y el shulka Doroteo, propuso:
- Ha de ser un perdido, le contestemos, don Blás.
- Perdido es, pero callados mejor.
El otro resonó más cerca, del lado opuesto adonde habían sogueado las cabalgaduras.
- Capaz que sea alguien que vuelve al rancho.
El lugar donde nos hallábamos se llama las Pirhuas. Hace años, antes de la peste del vampiro, en invierno llegaban pastores y lechadoras del otro lado del cerro, digo del valle. Cuidaban majadas y hacían quesos y quesillos que secaban en zarzos de cañas indias o tacuaras. (¿Y yo? pues me divertía en grande con los sustos de los collas.)
La luz vivísima de los refucilos dejaba clarito, como de día, el tupido monte y el yuyaral que nos envolvía.
- Miren!... Miren!... Allá!... - señaló aterrado el otro muchacho.
Buscaron y con silbidos llamaban a los perros. Al fin se convencieron de que habían huido, abandonándolos. Los dos muchachos miraban como hechizados hacia la maciza sombra de cascarudos árboles.
A la luz del siguiente relámpago los tres vieron nítidamente (¿qué duda cabe?) que sobre uno de los ahujones del corral, dándoles la espalda había alguien sentado.
- Será el que grita? - preguntó espantado uno de ellos.
Cuando tapó nuevamente la oscuridad sonó otro fuerte y desafiante grito.
Los dos muchachos miraron al canoso Blás como pidiéndole amparo. (Sé que el viejo Cejas es gran conocedor de cosas del monte y del cerro. Hombre bien hombre, corajudo por donde los busquen tanto de día como de noche y dispone de sus propios recursos.)
- Cha digo, éste va a meter bulla todita la santa noche.
- Quién? Sabe quién es?.
- A la pu... ma parecen mujeres y no hombres por los miedolentos.
Los tres, ayudándose con la escaza luz de un mechero, entraron a la pieza de las monturas. El viejo sacó de sus alforjas una pequeña rama de palmas que guardaba desde un Domingo de Ramos. Con unos tientillos armó una pequeña cruz que colgó del marco de la puerta.
- Ahora que le dé hasta que le duela el coto; de Ella no ha de pasar - explicó dando ánimo a los acompañantes. Vez pasada, aquí mismito, al compadre Telésforo Valdéz lo hizo pasar muy mala noche. Se defendió a puñal y crucifijo. Por el cumpa sé cómo precaverme.
La tenebrosa noche se pobló con nuevos y repetidos gritos.
- Duerman changos para que mañana sigamos peonando.
El gritador prosiguió su tarea.
Al amancecer hicieron fuego. Tiraron carne a las brasas. A eso de media mañana aflojó el aguacero y, al no poder campear los novillos para la recoba del alpachireño por tanto barro y río crecido, despaciosa y prolijamente ensillaron los fletes. Se aprontaban para el regreso. Una vez listos comenzaron a trepar la primera cuestecilla. En una de las vueltas de la retorcida senda, escondido debajo de una peña hallaron a uno de los perros. Al verlos el animal, un cachorro, aulló lastimero y tembloroso. (Los jinetes - aseguro - seguirían sin comprender). En ese mismo momento volvieron a oír, inconfundible al Gritador de la noche. Los tres miraron hacia el rancho. Dándoles las espaldas y sentado en el ahujón, yo les decía adiós con la mano.

 

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HACHERO (1973)

Desde la ladera en que caí, enderezándome un poco, alcanzo a ver el humo del puesto de Benerito. Se estira buscando el cielo si no lo deslíe una ráfaga de viento.
Mi hacha cayó algo lejos. Si la tuviera a mano podría intentar un remedio heroico, como los zorros trampeados que se cortan las patas para escapar.
El sol se elevó lentamente. Le agradecí el poco de calor y la esperanza que me trajo. Ojalá, más tarde, esos nubarrones que cubren parte del cielo, no se deshagan en lluvia.
Ayer tarde he sentido los gritos de Facundo animando los bueyes en el real. Grité lo más fuerte que pude. Desgraciadamente no me oyó. También lejos escuché la perrada persiguiendo animales. No llegué a distinguir si eran vacunos o chanchos majanos los que corrían. Con éstos no quisiera encontrarme. Espero que no olfateen. No podría defenderme. Una vez en Cochuna, comieron a unos cazadores extraviados.
Me distraigo viendo el bosque con sus árboles velludos de musgos. Cuando corre viento parece que estremeciera su piel. Levantando un poco la cabeza puedo ver algunos naranjos silvestres nevados de azahares. También la cabellera canosa de un arrayán. El aire, de vez en cuando me empapa de aromas.
Anoche las horas se arrastraron. Los calambres me mordían. Mis lágrimas fueron de dolor. ¡Quién me viera con los ojos mojados! La pierna, por suerte, va amortiaguándose.
Cerca de mí tiene su nido un chalchalero. Es de verlo atareado trayendo comida para sus pichones. Llega, revolotea, se para en la horqueta del laurel y desde allí, hinchando su pecho corta la fronda con su silbo. ¡Feliz pajarito! Yo también cuando volvía del monte, desde la Loma del Gritón daba mi alarido rasgando la tarde. Los chocos ladraban en el patio y mis changos me hacían señas con las manos y con los sombreros.
Tengo un hormigueo tenaz, permanente. Pierdo el conocimiento con frecuencia. Ardo de fiebre.
Estoy tentado por creer en éso que dicen que el alma recorre los caminos y los lugares donde vivió. Debe ser así, nomás, ya que tengo el cansancio de haber andado leguas. Llegué a Las Lenguas, pero sólo pude hacerlo hasta el corral del puesto de mi comadre Delicia. Allí al parecer los perros me sintieron. Algunos se echaron y otros se arrastraron llorando, los más corajudos hasta me atropellaron. No tardaban en volverse con la cola entre las piernas, llorisqueando. A las Punuitas, como a diez leguas de aquí, llegué en un suspiro y vi a Nicanor Villagrán que dormía. Le pasé la mano por la cara. Se despertó sobresaltado y al ver el espanto en sus ojos me alejé. Sin saber cómo pasé a través de puertas cerradas. También fui al Potrerillo pero no di con mi hermano Rodolfo. Seguramente, el tunante, andará quemando la noche en una farra. En su casa me llamó la atención que el espejo no me reflejara y a pesar de que ardía un candil, yo no tuviera sombra. Cerca del alba visité a mi compadre Andrés. Recordando su gusto por la zamba, le canté unas con su bombo dándole serenata. Debo haber golpeado fuerte pues se encendieron las luces y lloraron asustadas las criaturas. De vuelta, al pasar por la casa del Payo Figueroa, silbé tres veces; no sé porque la perrada se alarmó tanto.
Ahora que volví, siento la boca seca y mi corazón es un tambor. Los escalofríos son más seguidos. ¡Tengo una pereza...! A veces es como si me hundiera en un pozo. Veo subir y bajar los árboles y de golpe se me vienen encima y me tapan de sombras.
Volví a irme. Me recobré llamando a mi Negra. Recuerdo cuando la conocí en El Molino, en el velorio del angelito. Era de noche, pero cuando me deslumbró con sus rasgados ojos negros, me pareció que salían luceros del alba. Después, la serenata. Cuando la traje para el puesto, los días y los trabajos, me los bebía como agua... En este mes será el día de su santo y no podré llevarle brazadas de amancay. ¡Ah! mi Negra, el sol de su recuerdo hace menos frías y amargas estas horas.
Se nubló y comienza a llover. Las gotas caminan sobre de mí y tamborilean en mi pecho. Estoy empapado, temblando. Debajo de mi cuerpo el agua comienza a empozarse. Debe parecer un tronco pudriéndose.
Todo fue por un descuido, pero ya es tarde para lamentarlo. Por volver un día antes al rancho a esperarlo al Negrito. Hoy es sábado y ya debe estar regresando de Piedra Grande. ¡Qué alegre llega, mostrando los deberes en sus cuadernos! ¡Hasta recita versos...! ¡Qué churito que es mi chango...!
La pierna ya no pesa. La sangre, con la lluvia ha vuelto a correr. Siento como si me sumergiera en un río de aguas templadas. Igual que en el Solco, en verano. Veo, indiferente la punta del hueso de la pierna rota. Algunas astillas han caído. El pantalón es una masa sanguinolienta.
Hoy Negrito me llamará. Ojalá cuando se críe y se haga hombre, no sea hachero ni peón de monte. ¿Para qué?¿Para que, como su padre, acabe aplastado debajo de un cebil?
¿Y esos golpes como de tambor? ¿Y esas lucecitas en los yuyos? ¿Chanchos? Si, ¡Los chanchos...! ¡Se me vienen encima...!
Lejos... lejos... cada vez más lejos, el chalchalero canta en su nido.

 

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EL ESPEJO:

La voz de doña Cleotilde, la curandera, por su bocio, sonó atiplada:
- Damián, no ruempa el espejito, cuideló. Ahí está su alma...

* * *

A los años el mozo bajó a Tucumán a la pelada de la caña.
La huelga grande fue en los tiempos de Nougués.
Cuando las balas de la policía volante en Iltico, abrieron las carnes de Damián, con el espejo hecho añicos, su alma saltó en pedazos.

 

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ABANDONADOS(1981):

Meses atrás, unos ingenieros que habían pasado recorriendo esos lugares, al tiempo que recogían datos para la erradicación de los pobladores, les habían prevenido: "...y en el próximo verano, cuando llueva en los cerros del Aconquija, estos terrenos desaparecerán bajo las aguas". Ante los ojos llenos de obstinada incredulidad de los lugareños, extendieron planos, mapas y cotas de altura.
La advertencia venía cumpliéndose. Ya quedaron sepultados Río Hondito, La Grama, parte de Sol de Mayo y el Tobar. Ahora, el puesto de Yalapa es el que se ve amenazado.
Febrero, diluvial, llega a su fin. Desde la primera quincena braman crecidos los ríos vecinos y por el aumento del caudal se oye un ruido sordo y constante que de noche se hace más patente. Comenzaron borrándose algunas hondonadas y por los cauces del Gastona y del Marapa el líquido avanzó cuadras adentro. No quedan dudas: el dique del Río Hondo embalsa las aguas de los ríos tucumanos.
El día anterior, los moradores de Yalapa habían visto pasar rumbo al oeste, hacia tierras altas, algunos animales de monte: vizcachas, corzuelas, liebres y hasta algunas víboras. Los pobladores más antiguos recordaban que lo mismo había sucedido hacía añares, durante un incendio en los montes abajeños.
Hacia Santiago, al naciente, sólo se ven las copas de algunos algarrobos y mistoles.
- Ya ve usted, doña Fortunata, parece mentira tanta calamidad - reflexiona Brígido Lucero, su marido.
- Así es, hombre - responde casi indiferente la mujer mirando sin pensar hacia el Este.
Al parecer fue inútil la invocación que se hizo. Sobre una mesa, bajo la enramada de la galería, habían colocao un santo en bulto rodeado de estampas y velas. Rezando arrodillados suplicaron que evitaran la inundación. Sin embargo, reverberaba cada vez más cercano.
Ese mediodía vieron cómo la brillazón avanzaba hacia ellos. Sin dudas las aguas no delataban su avance, pero se venían. De no evacuar el rancho esa tarde, sería difícil hacerlo al día siguiente. ¿En qué llevarían los trastos, si en la pobreza en que transcurría la vida de los puesteros, sólo contaban con una vieja haipa a la que ataban dos burros flacos?
- ¡Ah! parece que alguien se acuerda de los amigos - dice esperanzado Lucero. Es que momentos antes había sentido el traqueteo de ruedas de un carro.
Precedido por sus gritos y los perros, momentos después llega el compadre Jordán Argañaraz.
- Para churo y machazo, mi compadre. Sólo a él se le puede antojar venir por estas huellas y con este tiempo - comenta el dueño de casa.
Después de intercambiar saludos y ante la invitación de Lucero, el recién llegado baja de su mular.
- Qué lo trae por estos lados? - inquiere Brígido.
- T...nada... casi nada, la inundación. Habrá que apurar si queremos salir con vida de ésta.
- ¡Bah! Ya ha de bajar.
- ¿Bajar?, ¡Cuando...! No hay día que no pasen carros cargados con gentes, como si fueran a la zafra. Hasta tropas se han visto. Van huyendo de las aguas. Ya se marcharon los Zelaya, que vivían en Trampa Sacha; Nicéfora Geréz, la de Potro Yacu; el patón Brito... Ucacho, que ya hizo charqui se va esta mañana.
Al fin, Jordán, los impuso de los riesgos y los convenció a salir cuanto antes del peligro, repitiendo la prevención: "Con el agua y con el fuego, no se juega". Para reforzar sus palabras refirió que en el Bajo del Chañaral, el líquido le había llegado a la cincha de su sillera, que el carro se le había empantanado y que a fuerza de cuarta pudo hacerlo cruzar. También contó que con el pilón Barraza habían convenido que en caso de necesitar les enviaría una parada de mulas y que él estaría listo para dalres una mano en El Paso de los Chumucos.
En silencio cargaron las pertenencias: los catres, las bateas, el torno de amasar el pan... Así, uno a uno fueron colocados en la caja del carro los escasos enseres. Del eje colgaba atado un mortero de algarroba negro.
El rancho queda intacto. En Niogasta, hacia donde se dirigían, también había árboles que le proporcionarían horcones, cumbreras y varas para levantar otro. A lucero, como a todo hachero en el monte, su casa le cuesta lo mismo que al pájaro su nido. A las gallinas y chocos, los acomodaron sobre la carga, junto a los cabritos huachos. Al haipa la manejara Lucero y en ella irá su mujer y el hijo inocentón.
El día lunes de la semana pasada, la perra a la que llaman Sentidora, había traído al munod varios cachorritos, overos unos, atigrados otros. Unos primores los animalitos. ¡Parecían de inteligentes!. ¡Cómo movían las colitas cuando alguien se acercaba haciéndoles castañetas con los dedos!. ¡Hasta amagaban ladridos!
La voz de Lucero se carda de energía en la orden:
- Deje esa bolsa. Desde hace rato se anda haciendo el zonzo por los perros. Ni piense que los va a llevar.
A pesar de los pujos de llantos del muchachito, que aduce que la perra es de él, su padre le advierte severo y terminante:
- Deje de majar, maricón. Ya nomás lo voy a envolver de un azote. Para qué quiere perros, ¿ah?
Ante la amenaza el niño opta por ocultar sus lágrimas y ternezas.
Los componentes de la familia Lucero, cada uno por turno, da tres vueltas en torno al rancho, luego de haber entrado y salido de él otras tantas. Desde el patio cada uno se llama por su nombre. Hasta el opa, que ignora el suyo da bramidos como de toro y termina con un relincho de potro. Suficiente. Así, luego de ser convidadas a seguirlos, las lamas no se quedarán a penar en el rancho abandonado y próximo a tragárselo las aguas. Los hombres montan en sus silleras, el resto de los viajeros busca acomodo en los vehículos.
Con la soga de los látigos en el aire, amagando azotes, animan a los animales que, con escalofríos de miedo en las verijas, se internan por la anegada y desaparecida huella.
Sentanda sobre sus garrones, con tristes ojos, la perra ve alejarse a sus amos. Aullando tristemente se lanza detras trotando o nadando. Pero, al sentir tras ella el gimoteo de los cachorros, vuélvese al punto. Llega junto a ellos, los lame, da las espaldas a los que la abandonan y se echa ofreciendo las ubres a sus hijos.
A la distancia se oyen las palabrotas de los carreros que se van.
Hacia, Santiago, al naciente, sólo se ven las copas de algunos algarrobos y mistoles.

 

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EN EL PUESTO DE CHAVARRIA (1973)

"Yo nunca lo vide, pero sí mi abuelo" J.C.DAVALOS.

Dede el filo de la loma que descendíamos con mi hermano, el shulka Doroteo, divisamos el puesto de Chavarría. El montaba un potro pampa, redomón; yo, mi mula mora.
Por sentir cómo le salía, Doroteo dio un potente grito serrano que se prolongó por largo rato en las quebradas. Cuando se perdió el eco, vimos que las chacras se movían como si alguien anduviese en ellas, "el viento o majanos", pensé.
Llegamos al puesto formado por dos piezas y cocina de quinchas. Tres sauces añosos dejaban caer su lacia melena. Como a la cuadra, el río Chavarría, con elástico andar, enfilaba hacia Escaba. El rancho se recostaba casi en los cimientos de la cumbre de Santa Ana. Desde el patio se divisaban en dirección al poniente, la cima bola de la cumbre del Durazno y más al sur, la áspera del Mudadero.
Rodeaba el puesto un tupido bosque de duraznillos, nogales, cedros... había yuyos por doquier. De la espesura del yuyaral llegaban el aliento húmedo y tibio. El silencio azulaba la transparencia del cielo. Se sentía permanentemente al río murmurando en la soledad.
Como hacía rato que no llovía y en parte amarillaban los sembradíos, decidimos regarlos. Reparamos la toma y cavamos la acequia. Terminamos cuando el sol transponía las cumbres. Echamos el agua que serpenteando se estiró por el cauce. Yo regaría, en tanto mi hermano vigilase que no se robara.
Pasó un rato y como el agua no llegaba, a pesar de que no era mucha la distancia, fui y reclamé a Doroteo para que pusiera más atención en el trabajo. El se defendió diciéndome que no sabía que pasaba. Revisando, nos llamó la tención que el agua se volcara y que los bordos eran altos...pero en dos partes encontramos como el rastro de una pequeña ojota. No pudimos distinguir con nitidez porque la noche se avecinaba y en esa parte la maciega era densa. Estaba ya oscuro cuando terminamos de regar unas cuantas melgas. Mandé al shulka a calentar la comida, en tanto yo atendía las regueras. No tardé en ver los reflejos de las llamas. Luego de un momento Doroteo gritó llamándome desde la peña grande a la que denominábamos "casa de piedra" o "casa del duende". Esta última denominación le daba el abuelo, porque contaba que ahí lo habían visto.
Ya en el rancho. Doroteo preguntó:
- ¿Viniste hace un momento, antes de que te llamara?
- No.
- Alguien andaba. Oí pasos.
- Serán los perros.
- No creo, no están. Allá se los oye.
Efectivamente, en la otra banda del río se los sentía ladrar furiosamente, quizás a un toro empacado o peleándoles a los chanchos.
Entramos a la cocina, baja, ahumada. Allí nos esperaba otra sorpresa: la olla de la comida, volcada; la sal desparramada por el piso, y había marlos apilados en forma de rancho. Mi hermano afirmó:
- Malicio que es el tunante del rubio Cabrera.
- Capaz es.
- Ha de volver de Las Pampichuelas y de paso nos jugó esta broma. Mejor es que no lo encuentre: ¡a lazo lo voy a arrastrar...!
Comimos unas conservas y rendidos como estábamos, dormimos de un tirón. Cuando despertamos el bosque semejaba una enorme jaula sin puertas y sin techo. La aurora chorreaba en los cerros. En el firmamento, una bandada de loros pasó hacia el Clavillo, formando ángulo agudo.
Trabajamos toda la mañana en el cerco. Cuando preparamos el churrasco la siesta cantaba en las chicharras. El shulka fue a dar una vuelta por donde sogueamos las cabalgaduras. No pasó mucho. Me llamó. Cuando llegué lo encontré tartamudeando. Busqué la causa de su alarma: su potro tenía las crines y las cerdas trenzadas. A distancia de jeme, las adornaban florcitas de chinitas y quellusisas.
Nos miramos. Seguíamos sin explicarnos quién podría ser el bromista.
De un sauce cercano llegó la algarabía de las urracas. Volaban asustadas en todas direcciones. Para ver qué sucedía trepamos a la pirca. Escuchamos una risita como de burla y unos pasos apresurados. Los yuyos se abrían como si una persona pasara entre ellos. Buscamos la parte más alta del pircado y pudimos distinguir que de las chacras sobresalía la copa de un sombrero coya. Se desplazaba presurosa rumbo al bosque. Animé a los perros, no me hicieron caso. Lo provoqué llamándole petiso maula, sotreta y otras lindezas. Cargué los insultos. El siguió imperturbable su camino como si no oyera. Callé de golpe al recordar al abuelo: "El sombrerudo es juguetón. No hay que hacerlo enojar, puede pegar con la mano de fierro..."

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