ANDRESITO KALISAYA

Antenor Kalisaya vivía en los cerros con su esposa María Vintipoco y su hijo Andresito. Como otros pobladores de la región, criaban cabras y cuando podían, tejían en el telar horizontal mantas y ponchos, que en la feria del pueblo, a través del trueque, se convertían en tinajas, alguna ropa, sal, charqui, y granos, especialmente maíz y trigo.

Andresito, frecuentemente, tenía que ir solo a llevar las cabras a pastar lejos de su vivienda, buscando en la montaña, como le había enseñado su padre, los pequeños vallecitos en los que crecían pastos tiernos.

Provisto de una honda india y una vara, se las arreglaba para manejar con la primera a los animales que intentaban distanciarse, mientras que con la segunda estimulaba a los más remolones.

Cuando conseguía que todas las cabras se concentraran, se sentaba en un lugar alto, y desde allí, con poco esfuerzo, las controlaba y se daba tiempo para mirar el cielo permanentemente azul. Y cuando se formaba alguna nubecita, la seguía con la mirada hasta que ella se extinguía o se perdía tras los paredones rocosos que lo rodeaban. A veces, sacaba entre sus ropas la quena que le había regalado su padrino, Don Sixto Vera, arriero que se llevó para siempre el viento blanco, y arrancaba de la misma dulces melodías que el eco devolvía atenuadas, y otras desgranaba, como un presagio poco feliz de la naturaleza, furias y tormentas.

Según la distancia recorrida, calculaba por el sol, el momento justo para emprender el regreso. Con ello lograba siempre llegar a su modesta choza con luz diurna, calmando la preocupación de sus padres, quienes le ayudaban a encerrar los animales en el corral de piedra.

Andresito había terminado la escuela primaria hacía dos años y recordaba siempre con cariño a su maestro del último grado, el señor Fortunato Olmos, quien frecuentemente les hablaba de la región, a la que quería mucho, de los animales y plantas que vivían en ella, de los aborígenes, primitivos pobladores y que eran sin duda sus antepasados, y de quienes Andresito había heredado sus rasgos físicos y espirituales, muchos de los cuales conservaba. Incluso su nombres.

Pero lo que más le había impresionado eran las narraciones sobre la Pachamama, a quien rendían culto en su modesto hogar pero que el maestro describía más profundamente como sabia madre de la tierra, creadora de los hombres, de las plantas como la tola y la yareta, y de las bestias, a quien su padre reverenciaba en oraciones cuando joven, en ocasión de ir a cazar vicuñas.

También el maestro les había hablado de Coquena, dios que protegía a las vicuñas y guanacos de los cazadores, castigándolos cuando mataban más de lo que necesitaban para sobrevivir.

Siempre pensaba en este Señor de los animales y aunque a veces sus ocupaciones o la música de su quena le hacían olvidarlo, pronto volvía a pensar en él y pronunciaba su nombre con temor, pero también con afecto, pues él nunca mataría un animal sino en caso de muy extrema necesidad, por lo que jamás despertaría sus iras.

II

Pasó el tiempo. Andresito Kalisaya era ya casi un mozo. Rondaba los quince años cuando su padre murió y quedó al frente de su modesto hogar.

Un día, de regreso se retrasó por culpa de unas cabras que habían escapado y le dio trabajo hallarlas. La noche se aproximaba rápidamente al proyectar las montañas circundantes una ancha sombra que oscurecía el aire. Sólo la luna comenzaba a iluminar el imponente paisaje.

Las cabras, sorprendidas lejos del corral, se apiñaban para defenderse del frío que comenzaba a hacerse sentir, y pronto el silencio dominó el paisaje.

Andresito estimuló a sus animalitos y puso en marcha el hato, comenzando el descenso lentamente. De pronto, quedó paralizado. Un rebaño de llamas cargadas era conducido por un hombrecito pequeño, cara de indio, ancho sombrero, que calzaba ojotas.

Esa aparición inesperada le trajo el recuerdo de su maestro. Sin duda, el aparecido era Coquena. Sintió ganas de gritar y llamarlo. También sintió deseos de llorar. Era el dios antiguo y ancestral, el milenario antepasado que se hacía presente.

Coquena frenó su marcha y las llamas arreadas también se detuvieron. Lentamente, se acercó al pastor.

Andresito, sólo atinó a balbucear:

- ¿Tú eres Coquena?

- Si, Andresito.

- ¿Me conoces?

- Yo conozco a todos los pastores y a todos los arrieros. Conocía a tus bisabuelos, a tus abuelos y conocía a tu padre.

- ¿A mi madre también la conoces?

- Si, y ella te espera ansiosa.

- Si, me he retrasado.

- Porque se te escaparon las cabras...

- Es verdad, Coquena. Yo siempre te he buscado, siempre he querido encontrarte.

- Ya lo sé. Por eso vine esta noche.

- ¿Por mí?

- Si, por ti. porque eres bueno, porque no matas mis animales que son tuyos también, porque quieres tus cabras, porque amas a tu madre y a tus hermanos de raza. Y ahora me voy con mi rebaño de llamas. Van cargadas con oro y plata extraídos de las minas cordilleranas y las llevo a Potosí, vaciado por los codiciosos conquistadores.

Andresito estaba extasiado. La voz de Coquena era dulce y confidente. Cuando el dios reanudó su marcha, cayó de rodillas y convulsivamente le dijo:

- ¡Adiós, Coquena!...

- ¡Adiós, Andresito...!- le contestó y desapareció.

Andresito se irguió. Se tocó el rostro con las dos manos, restregó sus ojos y se preguntó:

¿Es cierto esto o estoy soñando?

Comenzó a descender alegremente. El corazón le saltaba de gozo. Las cabras tomaron el camino en medio de la noche como si fuera de día. La más pequeña iba rezagada. Era una tobianita hermosa. Andresito la levantó y la colocó sobre sus hombros. Y casi a los saltos bajó con seguridad sobre el pedregal...

 

Volver


 

LA MULANIMA

- ¡Pachamama, ayúdame! ¡Pachamama, no me abandones! - iba musitando Pastor Luna, el ollero de Punta Negra.

La noche lo había sorprendido en el camino de regreso.

Lo más tremendo que podía acontecerle, era no sólo que las sombras lo envolvieran, sino que ello ocurriera frente al pequeño cementerio donde estaban sepultados los restos de sus padres y la pequeña guagua que había muerto sin que nadie supiera de qué.

Su mula iba al paso, lentamente, y sus ojos buscaban en la sombra signos de figuras imprecisas y fantasmales, que desde chango lo atormentaban en la soledad de su precaria vivienda hecha de piedra y techada con ichu, ahora compartida con su mujer, Tomasa Arancibia y los hijos, Pastor y Juan.

buscaba llegar cuanto antes hasta la apacheta, que hacia el final del camposanto era como un faro opaco, en esa noche para él de angustia.

Cuando llegó, descendió de su cabalgadura y se abrazó a las piedras como si hubiera encontrado el regazo de su madre. Dejó su acullico, sacó de la alforja un puñado de hojas de coca y el charqui que no había podido terminar y lo depositó al pie de la irregular pirámide.

Se puso a rezar con voz temblorosa, y pidió una y otra vez protección a la Pachamama en este regreso interminable desde la alta Puna, donde había ido a trocar sus cacharros por harina, maíz y fetos de llama.

Más tranquilo, reemprendió la marcha. Le faltaba un tramo corto pero difícil. El camino se hizo de pronto un sendero de piso áspero que se estrechaba a medida que ascendía, hasta convertirse en una verdaderas cornisa, balcón del abismo que enmarcaba, desde cuyo fondo, inmensamente oscuro, ascendían gritos, imprecaciones, lamentos, y a veces fosforescencias, como si el infierno mismo estuviese allí dentro.

Pastor Luna, con dificultad, avanzaba.

El animal no respondía a su estímulo, ya ratos quería dar el anca, ante el terror del jinete que trataba de contener las mañas de la bestia, la cual, sin duda, olía algún peligro cercano.

Cuando empezó el descenso, sintió un galope irregular, veloz y fatídico que se acercaba como un remolino.

Pronto vio el cuerpo oscuro de la mulánima que avanzaba en sentido inverso de propia su marcha, precedida por lenguas de fuego que salían ardientes de sus ojos y boca. Instintivamente, cubrió su rostro con ambas manos e invocó de nuevo a la madre de los cerros, con desesperación y terror.

- ¡Pachamama, sálvame!...

Pero fue en vano.

La mulánima, como imagen del demonio, ya estaba sobre él, y ciegamente, en el angosto sendero, golpeó contra Pastor Luna y su bestia.

Todos rodaron por la abismal pendiente, y las laderas se enrojecían a medida que se desbarrancaban.

Cuando llegaron al fondo mismo de la profunda herida de la montaña, un incendio entre amarillento y rojizo, elevaba sus llamas, y voces enloquecidas, confusas, no de este mundo, bramaban en torno al cuerpo calcinado de Pastor Luna...

Allá, en su rancho de Punta Negra, Tomasa Albarracín, aferrada a sus hijos lloraba convulsivamente la muerte anunciada por un viento silencioso y helado, que arteramente se colaba por entre los intersticios de las piedras.

Volver


CUANDO EL CHON CHON CANTA

Al bajar el valle, habíamos hecho exactamente ocho horas de marcha por caminos ásperos, irreconocibles a trechos, porque estaban cubiertos por la nieve. Mi guía indio, Malal, no había pronunciado, en esa larga jornada, más que secos monosílabos, inexpresivos como su rostro, en el que el tiempo, el frío y el viento, habían dejado, como hilos, oscuras huellas profundas.

Yo había tenido, desde años atrás, noticias de la existencia de un tapado - un fabuloso tesoro - el cual según decían las referencias que había logrado obtener, estaba enterrado en ese valle, junto al torrentoso río que le daba vida y destrucción al mismo tiempo, pues las crecidas o avenidas le hacían salir de madre y arrastrar, incontrolado e incontrolable, todo lo que su furia hallaba en el camino.

Al parecer, el tapado estaba escondido en el interior de una gruta desde hacía más de dos siglos. La historia y la leyenda se unían misteriosamente para encender en mí y en los que me habían precedido en la búsqueda, una fiebre de locura que a muchos le había costado la vida. Así se contaba el caso de una pequeña expedición que no hacía mucho lograra situar la gruta y cuando estaba por desempotrar el viejo arcón en cuyo interior se decía había miles de monedas de oro, el río, en una crecida imponente como jamás se recuerda, entró en la caverna y se llevó, zangoloteando y golpeándolos contra las paredes, a los hombres que alcanzaron a palpar el tapado. Otra vez, un aventurero solitario que llegó hasta el lugar donde estaba yo en ese momento, perdió el rumbo y deambuló por las sierras, sin que jamás se supiese nada de él.

Entonces, yo había cumplido veintiocho años, y no me hacían mella estas y otras historias, algunas realmente macabras. Decidido a encontrar el tesoro enterrado, lo hallaría. Aquí estaba mi guía indio, viejo baqueano, a quien premiaría generosamente si lograba traerme el arcón con sus monedas sonoras y relucientes.

Comenzamos a descender, y nuestras cabalgaduras aceleraron el paso, sin que las excitáramos, pues el río, en estiaje, brillaba bajo la pura luz de la tarde. Apagada la sed de las bestias, reanudamos la marcha orillando el curso de agua, y cuando llegó la noche, nos detuvimos, encendimos fuego, comimos frugalmente y nos echamos a dormir aprovechando el recado.

La mañana radiante dio su aviso iluminado, y mientras tomábamos café, repasé mi plan. Mecánicamente se lo repetí al guía, sin que éste expresara rechazo o asentimiento, lo que, por otra parte, no me sorprendió.

Proseguimos la marcha, y al atardecer, siguiendo paso a paso las indicaciones de los planos, hallé la gruta, casi escondida entre peñascos y arbustos marchitos. Mi júbilo no tuvo control, y sólo la mirada inexpresiva del indio me devolvió a la realidad. 

Comencé a trepar por entre los riscos, y aferrándome a manojos de hierbas resecas llegué hasta la entrad de la gruta e insté a mi guía a que me siguiese. Con odiosa lentitud comenzó a reandar el breve camino que yo había hecho, hasta que por fin me alcanzó. Impaciente por llegar hasta el arcón, avancé entre las primeras sombras de la gruta. Un aleteo opaco y un graznido gutural y pegajoso me heló la sangre y un chon chon salió enceguecido a la luz, prosiguiendo su canto de presagio casi sobre la cabeza del indio.

Lo que siguió es un recuerdo imborrable en mi vida y sepultó para siempre mi sed de aventuras y mis esperanzas de fortuna. El guía ocultó el rostro entre sus brazos y empezó a descender torpe y velozmente, como si el ave que ya se había alejado, lo siguiera.

Le llamé, pero no me escuchó o no quiso escucharme. Grité, y el eco multiplicó mi voz enloquecida por los cerros y el valle. Entonces, yo también comencé a descender sin reparar en el peligro que me acechaba, y a cada instante repetía su nombre y maldecía su huída desesperada. Me hablaba a mí mismo y me reprochaba el haber codiciado, como tantos otros, un tesoro que sólo acarreaba desgracias y pesares.

Un rencor sordo iba alimentando la desesperación que me enceguecía, cuando de pronto, el indio rodó entre las piedras que el río arrastró con su paciencia de siglos, y cayó sin sentido, cara al cielo. Cuando me acerqué, el indio estaba muerto; su rostro, siempre inexpresivo, era entonces una angustiada imagen del terror.

Pasaron muchos años y jamás pude explicarme el trágico suceso. Pero un día, mientras en rueda de peones y paisanos puesteros contaba yo este episodio en medio de un silencio casi escalofriante, un indio viejo de rostro tan inmutable e inexpresivo como el de mi guía, me dio la razón de lo acaecido aquella tarde infortunada. Se puso de pie y lentamente, como un juglar de piedra, pues apenas se percibía el movimiento de sus labios, dijo mirándome fijamente:

Cuando el chon chon canta
El indio muere;
no será cierto.
Pero sucede.

Aquel terror, aquella furia por escapar del funesto anuncio del pájaro agorero que mi guía conocía, estaba más allá del dominio de la razón, y ni mis gritos estentóreos ni mi desesperación podían detener la fuerza tremenda, atávica y brutal de la superstición.

Glosario:

Chon chon: (strix rufipes) ave nocturna de la familia de las estrígidas, que habita la Patagonia e Islas Malvinas. Es del tamaño de una paloma, jaspeada en negro y blanco. Es considerada de mal agüero en nuestro país y también en otros donde habita, tales Perú, Colombia y México.

Volver