MI TAPERA
Estilo
Letra del Dr. Elías Regules
Entre los pastos tirada
como una prenda perdida,
en el silencio escondida
como caricia robada,
completamente rodeada
por el cardo y la flechilla
que como larga golilla
van bajando a la ladera,
está una triste tapera
descansando en la cuchilla.
Allí, en ese suelo fue,
donde mi rancho se alzaba,
donde contento jugaba,
donde a vivir empecé,
donde cantando ensillé
mil veces el pingo mío,
en esas horas de frío
en que la mañana llora
cuando se moja la aurora
con el vapor del rocío.
Donde mi vida pasaba
entre goces verdaderos,
donde en los años primeros
satisfecho retozaba,
donde el ombú conversaba
con la calandria cantora,
donde noche seductora
cuidó el sueño de mi cuna
con un beso de la luna
sobre el techo de totora.
Donde resurgen valientes,
mezcladas con los terrones
las rosadas ilusiones
de mis horas inocentes;
donde delirios sonrientes
brotar a millares vi,
donde palpitar sentí,
llenas de afecto profundo,
cosas chicas para el mundo
pero grandes para mí.
Donde el aire perfumado
está de risas escrito
y donde en cada pastito
hay un recuerdo clavado;
tapera que mi pasado,
con colores de amapola
entusiasmada enarbola
y que siempre que la miro
dejo sobre ella un suspiro
para que no esté tan sola.
Mi madre cantaba este estilo y siempre que lo hacía recordaba cómo
quería al Uruguay, país que recibió generoso a mis padres cuando
debieron exilarse a raíz de la revolución del 6 septiembre de 1930.
Ya antes del exilio eran amigos del poeta uruguayo Dr. Elías Regules
y de su familia. Me permito transcribir el prólogo del libro “Versos
Criollos” del Dr. Regules.
“En las proximidades de aquel arroyo corrieron mis primeras
impresiones. Naturaleza con vigores primitivos, marco agreste,
verdad de la vida palpitando en la sensación y horizonte de rosa con
aleteos de ventura dominaron el cerebro virgen, para consolidar un
trono inconmovible, donde reina una huella indeleble y descollante.
Siguió su viaje el tiempo. Trasladado a la capital de la República,
regresaba en las vacaciones al paraje de cuna, siempre invariable,
siempre galano, siempre atrayente, hasta un especial día que
resolvió mi permanencia en sitio lejano y ambiente distinto.
Pasaron diez años. Médico y cabeza de casa, vuelvo a la localidad
por pocos días. Anhelo visitar el sitio donde estuvo mi rancho y un
paisano amigo me hace saber que nada ha quedado, que sólo hay
cardos.
No importa, le contesto. Deseo ir, quiero ver la tierra y el pasto.
Me acompaña y cruzando el Paso de la Yeguada pisamos el terreno
solitario, que en otras horas tuvo población y movimiento.
Bajé del caballo. Recorrí varias veces lo que había sido escenario
de mis días infantiles; y no obstante la mudez del momento, se
atropellaron en mi fuero íntimo las fosforescencias de un pasado
plácido, que tomó color y aumentó en fragancia con las evocaciones
del instante.
La estancia, la población, sus contornos, el campo, los hombres
varoniles, las haciendas, las marcas, las señales, la doma, la
hierra, la esquila, la madrugada con toque de trabajo y de alegría,
la marcha del sol apuntando faenas, la tarde, perdedora de luces,
con el recogimiento, acomodo, fogón y referencias que quedan
clausuradas, por orden del descanso hasta un nuevo concierto con
cantos de gallo.
La pulpería, la reja, la ramada, la concurrencia, las carreras, las
riñas, los naipes, la policía, los incidentes, los casamientos, los
bautismos, las prendas de lujo y el chisporroteo de una mentalidad,
sin cultivo pero grande, evidenciando la alta potencia de la sangre
que dejaron los castellanos sobre el suelo de América.
Mis padres, sus caricias, sus cuidados, mis amigos niños, mi
nodriza, mis juegos, mis travesuras y mis amigos hombres que se
recreaban en enseñarme y en pedirme versos regionales, bajando de su
edad para entretenerse unos minutos con las relaciones del Regulito.
El aroma del recuerdo iba adquiriendo tonalidad triste. No lo quería
amargo y resolví marcharme. Invité al compañero y salimos.
Silenciosos, descendimos por una ladera, cuando el paisano rompió el
mutismo con esta manifestación:
“La verdá, dotor, es que cuando uno ha vivido algunos años en una
parte, y se va, y dispués de mucho tiempo pega la güelta, y no hay
nada, y se pone a pensar en lo que allí vido y le agradó, a uno se
le hace como un ñudo en la garganta”.
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Volví a Montevideo y volqué toda el alma en los renglones de ‘Mi
tapera’”.
Tonito Rodríguez Villar.
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